miércoles, 24 de marzo de 2010

Quinto Miércoles de Cuaresma

Tiempo de Cuaresma
Lecturas de la liturgia de las horas

Quinto Miércoles de Cuaresma
24.03.10


PRIMERA LECTURA
De la carta a los Hebreos 6, 9-20
La fidelidad de Dios, garantía de nuestra esperanza

SEGUNDA LECTURA
De los Comentarios de San Agustín, Obispo, sobre los Salmos
(Salmo 85, 1: CCL 39, 1176-1177)

Jesucristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros
No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a Él como miembros suyos, de forma que Él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros.

Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en Él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros.

Por lo cual, cuando se dice algo de nuestro Señor Jesucristo, sobre todo en profecía, que parezca referirse a alguna humillación indigna de Dios, no dudemos en atribuírsela, ya que Él tampoco dudó en unirse a nosotros. Todas las criaturas le sirven, puesto que todas las criaturas fueron creadas por Él.

Y así, contemplemos su sublimidad y divinidad, cuando oímos: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho; pero, mientras consideramos esta divinidad del Hijo de Dios, que sobrepasa y excede toda la sublimidad de las criaturas, lo oímos también en algún lugar de las Escrituras como si gimiese, orase y confesase su debilidad.

Y entonces dudamos en referir a Él estas palabras, porque nuestro pensamiento, que acababa de contemplarlo en su divinidad, retrocede ante la idea de verlo humillado; y , como si fuera injuriarlo el reconocer como hombre a aquel a quien nos dirigíamos como a Dios, la mayor parte de las veces nos detenemos y tratamos de cambiar el sentido; y no encontramos en la Escritura otra cosa sino que tenemos que recurrir al mismo Dios, pidiéndole que no nos permita errar acerca de Él.

Despierte, por tanto, y manténgase vigilante nuestra fe, comprenda que aquel al que poco antes contemplábamos en la condición divina aceptó la condición de esclavo, asemejado en todo a los hombres e identificado en su manera de ser a los humanos, humillado y hecho obediente hasta la muerte; pensemos que incluso quiso hacer suyas aquellas palabras del salmo, que pronunció colgado de la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Por tanto, es invocado por nosotros como Dios, pero Él ruega como siervo; en el primer caso, le vemos como creador, en el otro como criatura; sin sufrir mutación alguna, asumió la naturaleza creada para transformarla y hacer de nosotros con Él un solo hombre, cabeza y cuerpo. Oramos, por tanto, a Él, por Él, y en Él, y hablamos junto con Él, ya que Él habla junto con nosotros.


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