sábado, 4 de mayo de 2013

(4) PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO; FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO. DESCENDIO A LOS INFIERNOS, AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS. SUBIÓ A LOS CIELOS, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS»


«...PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO;
FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO»

¿Qué hace Poncio Pilato en el Credo?

No pocos se extrañan de encontrar en una formulación de fe tan escueta como es el Símbolo Apostólico, la mención de Poncio Pilato. Pero en realidad ésta fue una necesidad, para que los cristianos de los primeros tiempos, tentados por las modas de aquellos días a espiritualizar al Señor, tuvieran siempre presente que Jesús había predicado y realizado las obras de Dios en un lugar y tiempo determinados; es decir, que el Logos se había encarnado y se hizo parte de nuestra historia, comprometido con los hombres y vivido sus circunstancias humanas.

No es, pues, Jesús un mito o leyenda de los que se cuentan desde siempre: «Había una vez un hombre...». No. Tampoco es Jesús un superhombre, una proyección de las ansias de grandeza del hombre y de su sed de poder.

Jesús de Nazaret es un personaje histórico, que vivió en un determinado tiempo de los emperadores romanos Augusto y Tiberio, en una provincia del gran imperio romano, llamada Palestina. Jesús está dentro de la historia humana.

Cómo eran las cosas en el tiempo de Jesús

En el tiempo de la vida pública de Jesús, la Palestina estaba bajo el dominio político y militar del imperio romano. A pesar de gozar de una cierta libertad, los judíos eran controlados por los romanos y no podían contrariar los intereses del imperio.

Por su parte, las autoridades judías no estaban mayormente interesadas en cambiar las cosas pues la alianza con los romanos les era muy ventajosa. Esto garantizaba al sumo sacerdote y a su consejo un relativo poder de decisión en asuntos relacionados con la política interna.

Con la muerte de Herodes el grande, su reino quedó dividido en tres partes: Arquelao se quedó con Samaría y Judea; Galilea y Perea fueron para Herodes Antipas, y Felipe asumió el gobierno de Iturea y Traconítide. Pero Arquelao fue luego depuesto y tanto Samaría como Judea pasaron a depender directamente de Roma.

Para gobernar estas regiones, Roma eligió procuradores. Poncio Pilato es el quinto procurador romano que gobernó Judea y Samaría del 26 al 36, tiempo en que surge Jesús de Nazaret.

Las funciones del procurador eran bien claras: la primera era mantener aquella región bajo el control de los romanos; además, poner orden en las cosas, reprimir rebeliones y silenciar a la «oposición».

Además, era él quien nombraba al sumo sacerdote –y tenía poder de destituirlo–. El sumo sacerdote era la autoridad religiosa y política suprema, después del procurador romano. Por último, Poncio Pilato tenía el poder de condenar a muerte a los que cometieran delitos políticos.

El Sanedrín

Toda la administración y la política interna estaba en manos de los judíos, a través del Sanedrín. Éste era un Consejo integrado por setenta miembros, todos ellos pertenecientes a las clases privilegiadas de los sacerdotes, los fariseos y los escribas. La presidencia del Sanedrín siempre correspondía al sumo sacerdote, que en tiempo de Jesús, era Caifás.

Este Sanedrín era también la corte suprema de justicia, después de Roma. Podía decidir sobre todas las cuestiones, menos condenar a muerte a una persona por delito político.

Es por ello que los jefes de los sacerdotes, escribas y fariseos procuraban envolver a Poncio Pilato en el caso de Jesús, diciendo que él era un subversivo que incitaba al pueblo a la revolución.

Así, de intriga religiosa, el caso de Jesús pasó a ser una intriga política: de blasfemia pasó a delito político. En otras palabras: de subversivo de orden religioso, Jesús pasa a ser considerado un subversivo de orden político.

La clave para entender la condenación de Jesús a muerte no es entonces Pilato, sino el Sanedrín. De hecho, la acusación política contra Jesús fue un pretexto para acabar con el profeta que denunciaba a los judíos sus pecados por no aceptar al Dios que se manifestaba en Jesucristo.

Todos los pecadores fueron los autores de la pasión de Cristo

La información dada anteriormente es para ayudarnos a comprender las circunstancias de la sentencia de Jesús a morir en la cruz, pero el sentido de su pasión y muerte es, obviamente, mucho más trascendente. Jesús murió en la cruz por los pecados de todos nosotros. Todos somos responsables de su muerte.

La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos no ha olvidado jamás que «los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor» (Catech. R. 1, 5, 11; cf Hb 12, 3.). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (Cf Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos, con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos (Cat. Nº 598).

Fue crucificado, muerto y sepultado

La cruz no es, como muchos piensan, señal de resignación, de sumisión y aceptación pasiva del sufrimiento. Por el contrario, ella es señal de no aceptación del mal, del egoísmo, raíz de todo sufrimiento. Jesús murió por no haberse conformado.

La muerte del Hijo de Dios no fue una muerte fingida. Este artículo del Credo es crudamente explícito para evitar malos entendidos. Jesús fue crucificado, es decir, fue ejecutado en cumplimiento de una sentencia dictada por un tribunal oficial. Y, tras morir –como morimos los hombres–, fue sepultado. Su muerte no fue una «representación». Los evangelios no quieren dejar dudas al respecto: Jesús murió realmente. Juan dice:

Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará hueso alguno (Jn 19, 33–36).

San Pablo afirma que, para los judíos, el mensaje de un Salvador clavado en la cruz es un escándalo, una blasfemia y, para los paganos, es simplemente una locura:

...nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1 Co 1, 23–25).

Aunque a algunos parezca chocante, al confesar este artículo del Credo, estamos proclamando el amor que Dios tiene a los hombres y le estamos dando gracias porque nos reconocemos beneficiarios de su amor. La muerte de Cristo en la cruz no significa entonces que un hombre haya aplacado con su muerte la ira de un Dios ofendido. Significa más bien que Dios ha tomado la iniciativa de reconciliar al hombre consigo (2 Co 5, 19–20).

«JESUCRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS,
AL TERCER DÍA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS»

Cristo descendió a los infiernos

La expresión «descendió a los infiernos» no es para decirnos de una forma literaria que Jesús murió, pues ello ya quedó dicho anteriormente, y sería entonces redundante. Entonces, ¿qué nos quiere decir esta frase?

Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte para «que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan» (Jn 5, 25). Jesús, «el Príncipe de la vida» (Hch 3, 15), aniquiló «mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 14-15). En adelante, Cristo resucitado «tiene las llaves de la muerte y del Hades» (Ap l, 18) y «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos» (Flp 2, 10). (Cat. Nº 635)

Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido (Cat. Nº 637).

Cristo descendió a la mansión de los muertos para salvar a los que estaban perdidos y sin esperanza. Cristo es la garantía de que los que mueren también resucitarán (1 Co 15, 12–22). Esta es la gran noticia, la buena nueva que surge tanto en el mundo de los vivos como en el mundo de los muertos.

La salvación que Jesucristo nos ofrece no es privilegio de unos cuantos escogidos. Ella se extiende a todos y a cada uno de los hombres, dondequiera que vivan, más allá de los límites de espacio y tiempo, para todas las condiciones humanas. Jesús es así el Salvador de todos los hombres.

Se recomienda leer también: 1 Pe 3, 18–22.

Resucitó de entre los muertos

El acontecimiento fundamental y central del cristianismo es Jesucristo vivo y presente en medio de los que creen en él.

Todo lo que Jesús hizo –su predicación, sus milagros, su muerte– tiene su valor sólo cuando es iluminado por la luz de la Pascua. Si no supiéramos que Jesús ha resucitado, no tendríamos fundamento para decir que es el Hijo eterno de Dios, o que por él Dios nos perdona los pecados.

«Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús» (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz (Cat. Nº 638).

La frase del Credo «al tercer día resucitó...» nos remarca que Jesús cumplió de manera plena lo que reiteradamente había prometido (Mt 12, 40; 16, 21; 17, 22–23; 20, 17–19; Lc 9, 22; 13, 31–33; 18, 31–33).

Nadie presenció la resurrección de Jesús. Todo lo que un investigador puede encontrar son los relatos de los primeros discípulos, a quienes fue concedido el ver a Jesús resucitado. Eso es precisamente lo que hallamos en el Nuevo Testamento.

«¡Qué noche tan dichosa -canta el «Exultet» de Pascua-, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!». En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que trasciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (Cf Jn 14, 22) sino a sus discípulos, «a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo» (Hch 13, 31). «Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús» (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz (Cat. Nº 647).

Jesús no ha fracasado. ¡Ha triunfado! ¡Ha resucitado victorioso! El amor de Dios es más fuerte que la injusticia de los hombres y más fuerte que la muerte.
Sentido y alcance salvífico de la resurrección

Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección (Cat. Nº 654).

Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» (Hb 6, 5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15). (Cat. Nº 655)

«JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS,
Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS,
PADRE TODOPODEROSO»

La ascención de Jesús a los cielos no nos quiere dar a entender que él hizo una especie de viaje espacial. Se refiere a la glorificación de Jesús en los cielos. La subida de Jesús al Padre es un modo de hablar de la gloria de Jesús, vivo en el seno de Dios.

«Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (Cf Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (CfHch 10, 41) y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (Cf Mc 16, 12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (Cf Hch 1, 9) y por el cielo (Cf Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (Cf Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56). (Cat. Nº 659)

Lo que Lucas describe no es un hecho material, sino una experiencia de fe: Jesús está plenamente glorificado junto al Padre.

Imaginémonos por un instante aquella entrada triunfal y gloriosa de Jesús resucitado en el cielo. Tratemos de vislumbrar aquel recibimiento que todos los ángeles le dieron, dándole todo el honor y la gloria, y la celebración por su victoria que no terminará nunca...

Pero no nos quedemos, como los discípulos «mirando el cielo» (Hch 1, 11). Anunciemos a este mundo incrédulo que Jesús está vivo, y construyamos activamente el Reino de Dios, aquel reino de justicia y de paz querido por él.

Sentado a la derecha del Padre

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin» (Símbolo de Nicea-Constantinopla). (Cat. Nº 664)

Otra mala pasada que puede jugarnos nuestra imaginación es que, al repetir en el Credo lo de «está sentado a la derecha de Dios», nos figuremos a Jesucristo como un jubilado, disfrutando de un merecido descanso, después de los trabajos y padecimientos de su vida terrestre.

Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo (Cat. Nº 667).

«DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS»

Volverá en gloria

«Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas» (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (Cf Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento trascendente (Cat. Nº 668).

Este artículo se refiere a la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Él vendrá con gloria, tal como lo prometió. Pero esta parusía no tenemos que imaginarla como catastrófica ni como algo que tengamos que temer. Nada de eso.

El llamado «fin del mundo» será la culminación de la gesta salvífica de Jesucristo, el cierre perfecto, un «bajar el telón» de una obra maravillosa en donde se instaurarán los cielos nuevos y la tierra nueva (2 Pe 3, 13), y su reino no tendrá fin. No es, pues, como muchos piensan, una destrucción violenta por parte de Dios de su propia creación. Mucho menos, algo que debamos temer. Todo lo contrario. Para el creyente en Cristo, esta parusíadebe ser deseada con todas nuestras fuerzas, pues así serán destruidos el mal, la injusticia, el pecado:

Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 3–4).

Por ello, debemos unirnos al Espíritu para decir juntos: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).

La última palabra no la tiene el poder del mal. La tiene Jesucristo, nuestro Señor. Y él vendrá como Juez el último día para poner las cosas en su sitio. Entonces apartará a quienes viven oponiéndose al reinado de su Padre, y reconocerá como discípulos suyos a quienes viven con sus mismos sentimientos, realizando, aun sin saberlo, el reinado de su Padre.

Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este derecho por su Cruz (Cat. Nº 679).

Juzgar, en sentido bíblico, no significa «condenar». Condenar es cosa del hombre, no de Dios. Él vino a «juzgar», es decir, a sacar nuestras máscaras, para que aparezca el verdadero rostro de cada uno. Juzgar significa revelar la verdad de cada uno. Delante de Jesús, ningún disfraz servirá.

¿Cuándo volverá Jesús? Nadie lo sabe, ni nos toca saberlo. Pero debemos estar preparados y, lo más importante: preparar su venida.

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (Cf Ap 22, 20), aun cuando a nosotros no nos «toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad» (Hch 1, 7). (Cat. Nº 673)

No hay comentarios: